Mi historia con Versace
Por: Luis Alberto Gutiérrez
Conocí a Giovanni Maria –Gianni, como me suplicaba que lo llame cuando hacíamos el amor y lo amarraba a la cama color azul oscuro a escasos metros de su palco vista al mar en su vieja mansión al sur de California –la mañana del tres de enero del noventa y cinco en Key Biscayne, dos años y seis meses antes del cruel asesinato a las afueras de su mansión a manos de mi otrora también socio, amante y amigo, Andrew Cunanan.
Andrew y yo éramos, en ese entonces, dos gigolós gais –aunque también con una ardua y ceñida cartera de hot clients, señoronas, jóvenes, transexuales, lesbianas y de toda índole –en un barrio donde la abundancia de sexo entre hombres y mujeres era el mayor comercio y el más explotado, el más rentable –you are the fuckin’ very hot macho latino! –solía decirme Andrew con aires de realzarme como ser humano, como persona, como macho; ay, Andrew, Andrew, aún te recuerdo: de lentes, blanco, no tan alto, cabello negro, cuerpo ancho, ojos verdes; no tenía los músculos tan marcados como yo pero su forma de hablar enamoraba a cualquiera y su español era sexy, casi tanto como mi inglés italianado por mis andadas con Gianni. Nada me quita de la cabeza el sentirme culpable por la muerte de Versace. Hasta ahora me arrepiento haber sido yo quien los presentó. Ahora, todo ya es muy tarde.
-Andrew, my love, me voy a casar –le dije mientras sentados, tomábamos una margarita en el Alcaha, un viejo hotel al norte de la playa principal de Key Biscayne.
-¿Quién es el incauto? –y se tapó la boca, escudando el eructo que venía como volcán de lava.
-Te vas a morir… is Gianni Versace!
-No way!, ¿el diseñador?
-The very same…
-You are a bitch, a fuckin’ bitch! –y me golpeó con su brazo riendo y cerrando los ojos, las piernas cruzadas.
-You are jealouse –mientras yo le hacía cosquillitas en las nalgas.
-No, my dear, nunca de ti…
-Gracias, babe –y le cerré las habladurías de un beso en la mejilla izquierda. Andrew tomaba mi mano mientras yo adoraba su español con una pizca de mezcla anglo que me carcomía la cabeza, las entrañas, el vientre; extrañaba las veces que habíamos tirado tan fuerte como mástiles de carga y a la mente se me venían imágenes de su trasero blanco con uno que otro lunar atónito golpeando mi sexo erguido, vaciado, corpulento, húmedo, duro, duro como roca.
-¿Cuándo conozco a tu daddy? –y bebió un sorbo de su margarita que trepó rápido a la cabeza –porque… me lo vas a presentar, don’t you?
-No lo sé, tengo que hablar con él, hoy nos vamos a ver. ¡Ven con nosotros!, justo me está llamando, wait –Gianni macó mi número y yo contesté de inmediato. Jamás lo hacía esperar.
-Gianni, my love, how are you?… fine… today?… mhm… you know, i will go with a friend of mine… ok?… Andrew, Andrew Cunanan… yeah!… ok, baby!… see you around… love you too.
-So? –y alzó sus manos con las palmas señalando al cielo y juntando un poco los dedos como preguntándome inquieto.
-Let’s go, babe, vas a conocer a mi daddy hoy, no me tengas mucha envidia nada más –y noté en la mirada de Andrew la mirada de un amigo que escondía algo, a decir verdad, siempre supe que Andrew Cunanan, aquel puto colorado americano que era mi roomie y la par el hombre que me ponía el celo y en el cual había eyaculado más de una vez en casi todos los orificios de su cuerpo, no siempre me decía lo que hacía; no siempre me decía la verdad. Cada noche salía de fiesta y eso no era algo anormal, yo también lo hacía y regresaba al departamento con doscientos o trescientos dólares por tres o cuatro clientes a la noche –los que hacían unos mil dólares la noche entre Andrew y yo –, lo que me pareció extraño fue ver en un par de oportunidades en nuestra lavandería manchas rojas que en un principio supuse eran de algún polo o pantalón desteñido. Cuando quise preguntarle alguna vez, cuando realmente quise saber, su silueta acostada en la cama adormecía mis dudas y nublaba mi verdad mientras lo escuchaba sollozar.
En nuestras noches de amor lo abrazaba y él lloraba y no paraba de llorar, yo cumplía con besarlo lentamente en la cabeza y acariciarle los labios. Él me acariciaba el falo con la mano izquierda y me lo agitaba un poco, lentamente, casi sin hacerlo, sabía que me gustaba, a decir verdad era algo que me relajaba –así era la única forma que tenía para dormir cuando lo hacía conmigo –mientras que con la derecha me cogía la espalda sudada y me pellizcaba levemente.
-Para nada, my love –me respondió –los amigos nunca, jamás se envidian, aparte, honey –y me acarició el mentón –tú eres so special for me y sabes que jamás te haría daño o sentiría pena o rencor por ti, you are so special for me Joaquín –lo repetía –no lo dudes nunca. Jamás, never, my love. Never.
-Love you, Andrew.
-Love you too, Jo.
Luego de aquella tarde plagada de cariño fraterno y al caer el sol, caímos en el pecado y cometimos un error. Un error como lo era mi vida entera. El primero de miles, el último de un millón. Error en ese momento, aunque ahora pienso que fue nuestra manera de decirnos adiós, la mejor manera que teníamos -o hubiéramos tenido- para despedirnos y ponerle fin a una sensible e iracunda historia de amor. Fuimos a bañarnos –nos bañábamos juntos, sí –cuando empecé a enjabonarle las piernas, él me vertió agua caliente, casi hirviendo en el culo que dolió y no pudimos seguirnos mintiendo más; Andrew volteó y clavó su mirada al igual que yo, la mía, sobre sus lindos ojos verdes.
-¿Crees que estaría bien una despedida de soltero con el amigo de siempre? -me preguntó mientras sentía su dedo medio rozándome el poto, abriéndolo de a pocos, jugando con él; la pinga se me empezaba a inflamar.
-¿Tú qué crees? –pregunté súbitamente y mi mirada seguía impregnada de la suya.
-Yo creo que esa verga ya respondió –y cogió mi sexo para sentirlo erecto, para luego enjuagarlo con agua y metérselo a la boca con todo y bolas y chupar y seguir mamando mientras lo jalaba a su entero antojo a la par con sus manos, traviesas, penetrando mi recto con su dedo medio de la mano izquierda o derecha, no lo pude precisar, sin perder el ritmo.
-Lo cogí fuerte y puse de espaldas hacia mí cuando lo penetré de una forma apocalíptica, riquísima, con sólo el agua de lubricante, sin condón, gritó mientras gozaba y me pedía más, más, más.
-Harder!, harder! –exclamaba, yo lo masturbaba metiendo mi mano por debajo de sus muslos y él me miraba volteado con el agua que caía por su espalda como cascada monumental. Placentero. Sensual. Sexual.
Terminamos al mismo tiempo, no pude aguantarme y me vine dentro de él -Andrew no protestó- él eyaculó sobre el piso de plástico color verde con celeste, todo parecía una escena de Almodóvar, un río de sexo. Me miró, lo besé y le prometí que jamás lo dejaría solo.
-Pero tienes que entender que esta va a ser la última vez. Quiero serle fiel a Gianni, él va a darme el amor que siempre quise, muy aparte de la comodidades que tiene, sabes muy bien que la plata es algo que no me interesa y que jamás me interesó, quiero una vida con él y quiero, por primera vez respetar a alguien y amar, amar por primera vez –Andrew se limitaba a observarme fijamente y muy serio, demasiado para ser él–quiero dejar esta vida y ser alguien, estudiar, trabajar, ¡dejar esta vida, Andrew!, ¿tú no quisieras eso también?, dejar esta vida. Dime, ¿no lo quisieras?
-I wish… -dijo, y se quedó mudo mirando el infinito, el agua seguía cayendo ahora con menor intensidad y sus ojos eran rojos ahora y no sabía por qué y sentía que lo estaba dejando solo y que no me lo perdonaría jamás.
-Andrew, babe, no te quiero ocasionar nada malo, entiéndeme -y levanté su rostro. Los dos desnudos sentados en la bañera.
-I got you… te entiendo, papi -despertó y agitó la cabeza -bueno, vamos a secarnos y cambiarnos para no llegar tarde… ojalá y me regale algún sastre para hacer juego con estos zapatos marones nuevos -bromeó. Sus penas parecían haberse esfumado.
-Claro –le dije –Gianni tiene en su clóset varias mudas que no usa y que regala, a mí me ha dado varias, puedes agarrar el que quieras, babe.
Nos secamos ambos, mutuamente, y fue entonces cuando le dije lo que quería decirle desde hacía un par de meses.
-Mañana me mudo con él –y quedé callado, pensé que su reacción sería distinta pero solamente atinó a reír de medio lado –pude ver su risa por el espejo que teníamos en la habitación –y a no decir nada.
-Are you ready? –me dijo –, cuando lo vi sabía que se había esforzado por verse bien, se veía bien.
-Estás guapísimo, Andrew –las palabras salieron por defecto y no pude no sentir un poco de celos al verlo tan bien parecido, tan buenmozo.
-Tú estás más guapo que yo, Joaquín, sabes que sí… -bajó la mirada sutilmente como tímido y partimos del departamento en seguida con destino a la mansión Versace.
Dejamos Key Biscayne y nos pusimos en marcha hacia la central de Miami Beach, Gianni me esperaba apoyado sobre el Ferrari en la puerta con esos lentes aviador que hacían que mis piernas temblaran. Alto, canoso, cachetón, no era guapo pero tenía algo que me volvía loco.
-Hi, Gianni –y lo besé en un juego de lenguas que me pareció fascinante. Sabía que Andrew miraba y en cierta parte, quise poner mi sello y decir “stop, this is my man”. Sin embargo no sería cuestión de Andrew el quitarme a Gianni, sería cuestión de Gianni el buscar las sinrazones necesarias que encontró para deshacerse de mí de la forma más ruin y despreciable que lo hizo.
-And you are…? –preguntó Gianni mirando a Andrew, automáticamente me puse delante y reí con la boca chueca y la cabeza de medio lado.
-Gianni, this is Andrew Cunanan, good old friend of mine, rommie and once, love of my life… no, shit, i’m fuckin’ lying –y los tres reímos a carcajadas –Andrew Cunanan, this is Gianni Versace, he doesn’t’ need introduction.
En ese momento debí darme cuenta, helas, debí darme cuenta que las cosas no andarían bien, debí darme cuenta que Andrew no sería buena dupla aquella tarde, debía darme cuenta la forma en la que Gianni acarició la palma de sus manos, debía darme cuenta de la mirada de Andrew, esos ojos verdes que cambiaron de color con el sol, esos ojos verdes que desvistieron a Gianni y sobre todo, debí darme cuenta que esos cinco segundos que duró la presentación entre mi novio y mi mejor amigo, duraron en realidad cinco años dentro, muy dentro de mi cabeza.
En ese momento debí darme cuenta que dos años después, la mañana del quince de julio de 1997, Andrew Cunanan, loco por los celos y por el no aguantar –como yo –la ruptura con Gianni, correría hasta su mansión con una mochila, unos shorts rojos, una gorra azul y una calibre 38 y de seis tiros asesinaría a mi, en ese entonces, novio para luego pegarse un tiro en la cabeza tiñendo de sangre las calles de Miami Beach, convirtiéndolo en su quinta víctima y terminando con la vida del diseñador de modas más famoso de toda la historia, su vida, la de él, y la mía, de pasada.
-Andrew Cunanan, it’s a pleasure to meet you –le dijo con una mirada más candente que las que me echaba a mí, con un acento italiano envolvente y con una sonrisa que me llevaba y me traía.
-The plasure is mine, mister Versace- dijo Andrew y bajó la mirada. Una señal típica de timidez de un gigoló. Una jugada maestra, casi nunca fallaba. Yo lo sabía, yo era uno y a mí jamás me había fallado.
-Please, call me Gianni, only my friends call me like that.
-Thank you, Gianni.
-Shall we in?
-Sure –dijimos los dos, al unísono.
Como es de suponerse, Gianni Versace y yo duramos sólo unos meses más. En toda reunión me pedía invitar a Andrew con un fervor propio de perra en celo y hasta tuvimos encuentros sexuales los tres en la misma habitación.
Hacíamos lo que queríamos, éramos los reyes del mundo; conocimos Europa e Italia, Calabria, de donde era Gianni y Corleone, pueblo el cual era mi fetiche conocer. Sin embargo, a los, exactamente cuatro meses luego de haber conocido a Andrew, Gianni me llamó y me citó en la mansión, me dijo, mirándome a los ojos, que había pensado mejor las cosas y que el matrimonio, que él mismo me había propuesto un año antes, era muy precipitado y que por obvias razones, no pondría en juego su patrimonio -recuerdo haber visto a Donatella ese mismo día y a su rubia cabellera sentada en el piano contigua a la Harley-Davidson del setenta mirándome y aprobando la opinión de su hermano -. No grité, quedé frío y asentí saliendo de la mansión con una lágrima que caía sobre mi rostro. No lo perdoné jamás. Nunca me mudé a su mansión y jamás recibí otro maltrato después de ese por parte de él. Jamás volvió a llamarme ni yo a él. Jamás me amó de nuevo, y por obvias razones, lo odié. No tanto como para seguirlo haciendo. No tanto como para haberme reído la mañana del quince de julio. Aquella maldita mañana de julio.
Regresé al Perú, mi país natal al año siguiente y recibí la noticia por esos lares sentado en la cama con Zulema, mi esposa. No tuve nunca una foto con él y por ende nadie, jamás creyó que yo, Joaquín Ramiro de la Puente, había conocido a Gianni Versace; la historia se volvió leyenda y la leyenda se olvidó; nadie en mis pobres dos o tres meses de gigoló del Parque Kennedy en Miraflores allá por el año noventa y ocho, antes de volver a nacer y encontrar una nueva vida, me creyó “¡conocí a Gianni Versace!” les decía emocionado, pero la emoción se iba cuando oía las respuestas secas y sin pizca de romance terminar con mi ilusión con las palabras que escuchaba de bocas de hombres y mujeres, niños y niñas que se satisfacían con mis fuerzas de semental latino recién bajadito de las playas tropicales de Estados Unidos y mi bronceado y dorado absoluto.
Le he contado mi vida entera a Zulema exceptuando esos tres años en Estados Unidos, le he contado sobre mis fiestas, mi alcohol y mis drogas, mi sexo extremo y enfermo con mujeres, pero jamás con hombres, jamás sobre mi relación y cuasi matrimonio con el astro de la moda y mucho menos mis tiempos de gigoló en el extranjero; sólo espero poder tener la capacidad -y la fuerza -suficiente alguno de estos días para poder contarle mi vida entera y espero, por Dios, que no me juzgue, ni siquiera un poquito, y que me siga amando aún, por favor; aún más que ayer. Aún menos que mañana.