Las grandes alamedas de Salvador Allende

Por: Wilfredo Pérez Ruiz

El 11 de setiembre de 1973, el presidente chileno Salvador Allende Gossens se suicidó en el Palacio de la Moneda luego de resistir heroicamente -por varias horas y tan sólo acompañado de un puñado de leales colaboradores- el cruento bombardeo de las fuerzas golpistas que, de esta manera, daban por concluida la democracia en ese hermano país. Cinco décadas más tarde rindo tributo a este demócrata universal.

Son lejanos mis recuerdos de este doloroso episodio. Tenía apenas siete años y no poseía mínima conciencia de la dimensión de este suceso que mis padres y familiares comentaban con preocupación. Por lo demás, era considerado un hecho insólito: esta nación gozaba de una sólida continuidad institucional, una especie de Suiza latinoamericana.

Crecí oyendo enfrentadas interpretaciones en relación a este acontecimiento y al líder máximo de la Unidad Popular. Un querido y añorado tío abuelo paterno vivió en su capital muchísimos años y hospedó en su residencia a mis padres cuando llegaron de visita en vísperas del levantamiento militar. Las habituales impresiones de mis progenitores sembraron interrogantes que, con el transcurrir del tiempo, he logrado despejar.

Este artículo evade constituirse en una defensa de la gestión conducida por el exmandatario. Está elaborado desde la genuina admiración a la decencia y la dignidad de un estadista que ha dejado una lección de congruencia requerida de imitar por la maltrecha clase dirigente de la región. Es un tributo a quien predicó con el arquetipo de su enaltecedora integridad.

Forjó una consistente identidad política desde sus tiempos de estudiante de medicina en la Universidad de Chile. Desempeñó representativos cargos durante su dilatada trayectoria: fundador y secretario general del Partido Socialista de Chile, ministro de Salud, Provisión y Asistencia Social, diputado, senador, presidente de Senado y cuatro veces candidato a la primera magistratura.

En la campaña presidencial de 1970 obtuvo la primera mayoría relativa con un 36.6 por ciento que definió -a pesar de las intrigas de los sectores reaccionarios y de la encubierta intervención de la Central de Inteligencia Americana (CIA) de los Estados Unidos- su ratificación por el Congreso de la República como jefe de Estado con 153 votos contra 35 de Jorge Alessandri Rodríguez y 7 en blanco. De ese modo, se convirtió en el primer gobernante marxista del mundo en acceder al poder mediante votación. Su designación suscitó entusiasmos, ilusiones, miedos, rechazos y significó el comienzo de una etapa de feroz confrontación en la patria de Diego Portales Palazuelos.

El conductor de la “vía chilena al socialismo” enfrentó una secuela de adversidades. Entre otras motivaciones, por la ausencia de cohesión y unanimidad de criterios en las agrupaciones aglutinadas en la Unidad Popular. La polarización, las acciones subversivas de los grupos paramilitares de derecha, las huelgas propiciadas por los sindicatos influenciados por el poder económico y el bloqueo no declarado de la administración norteamericana -entre otros muchos factores- facilitaron el escenario para gestar la sublevación armada. También, desde el gobierno se precipitaron determinaciones y transformaciones carentes de indispensable sostenibilidad.

Se caracterizó siempre por su invariable actuación ecuánime, moderada y principista. Su decisión el día del alzamiento constituyó una muestra inequívoca de probidad a su compromiso como garante de la constitucionalidad. Una demostración impar de grandeza, coherencia y coraje; un gesto épico valorado y admirado por unos y, no obstante, percibido con intransigencia y ausente vocación democrática por otros.

Desde Radio Magallanes, el fiel bastión a su régimen, emitió en la mañana del 11 de setiembre un improvisado y articulado mensaje -pronunciado desde un teléfono en su despacho- que evidencia su entrega plena: “…En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios”…“Trabajadores de mi patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Al redactar este texto encontré en el libro “La revolución imposible” (1988), del periodista Guillermo Thorndike Losada, unas líneas alusivas al gesto afable del titular del presidente peruano Alan García Pérez (1985-1990) al recibir en el Palacio de Gobierno a su viuda, Hortensia Bussi de Allende con ocasión del XVII Congreso de la Internacional Socialista (IS), en 1986: “…La banda de músicos saludó a García con la Marcha de Banderas. Tan pronto se apartó la limusina de la casa militar, el presidente avanzó con la señora Allende hasta detenerse en el centro del patio. Se escucharon entonces los himnos de Chile y Perú. Escoltados por el general Silva y el jefe del regimiento, pasaron revista a la tropa”…“Pero presidente, me dispensa usted honores de jefe de Estado, dijo la viuda de Salvador Allende. El general Silva mantenía los ojos en un remoto horizonte. Es que la estoy recibiendo a usted y también a don Chicho (en alusión a Salvador) contestó con una sonrisa”.

Siento satisfacción al dedicar estas palabras a realzar la valentía de un ciudadano de nuestra América Latina morena y solidaria. Un personaje cuya remembranza infunde adhesiones por haber enmarcado su actividad pública dentro de la ética, la rectitud y la consecuencia. Supo mantener imbatible su firme resolución de abandonar la sede del Poder Ejecutivo cuando cumpliera su mandato o acribillado a balazos.

Abrazo la ilusión que “mucho más temprano que tarde” se cierren las heridas irreconciliables suscitadas entre los chilenos. Anhelo que el diálogo y la razón se impongan como único medio de entendimiento; que la verdad histórica se abra paso y se coloque a sus protagonistas en el contexto certero; que la tolerancia, la empatía, la hermandad y la solidaridad contribuyan a idear su coexistencia social; que sus tradicionales valores republicanos iluminen a su pueblo en la búsqueda del entendimiento y el bien común.

Su aseveración final “…ante estos hechos, sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente”, resuena como una hermosa e imperante exhortación destinada a perseverar en el cumpliendo del deber. Su testimonio debe infundir a las nuevas generaciones a forjar una sociedad justa y libre.

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