Etiqueta social, caballerosidad y valores

Por: Wilfredo Pérez Ruiz

Cada vez que hago referencia a la “etiqueta social” esbozo una definición de mi autoría que, desde mi perspectiva, engloba su auténtico trasfondo e intencionalidad: constituye un conjunto sencillo y aplicable de sugerencias de conducta encaminadas a forjar una mejor convivencia humana, dentro de un marco de deferencia por el prójimo, con la finalidad de hacernos más grata la vida e irradiar afabilidad y simpatía.

No debiera parecer anticuado, engorroso, elitista y abstracto comprender la inevitable necesidad de interiorizar -en nuestras actividades cotidianas- este concepto de vital importancia en coyunturas de elevadas tensiones, ofuscaciones e intemperancias colectivas. Es un invaluable medio de comunicación, integración, sociabilización y, además, realza la personalidad.

Al respecto, deseo comentar nociones de absoluta implicancia como las habilidades blandas, las que involucran, entre otros, los siguientes componentes: autoestima, empatía, autocontrol emocional, adaptabilidad, pensamiento creativo, fiabilidad, trabajo en equipo, positivismo y combinan las pericias sociales para relacionarse con el semejante. Quienes las poseen son fluidos en el ejercicio de su inteligencia interpersonal y en sus interacciones.

En síntesis, la “etiqueta social” requiere de las destrezas mencionadas. Aunque sea redundante afirmarlo, ésta exige utilizarse en todo tiempo, momento y lugar y, por supuesto, posesionarse como un estilo individual. Vale decir, corresponde evitar usarla para proyectar una óptima percepción personal o profesional en determinados acontecimientos. No es un juguete para esgrimirse en función de antojos, estados anímicos o conveniencias.

Otro aspecto congruente de enfatizar es la “caballerosidad”. Empecemos esclareciendo de qué estamos hablando. Tal vez viene a nuestra imaginación un hombre con buenos modales, encantador desempeño, impecable apariencia y apropiado desenvolvimiento. Es mucho más que eso; esa impresión puede resultar incompleta y ausente de elementos de enorme valía.

En la antigüedad un caballero tenía origen noble, montaba a caballo -poseía un sirviente o paje- y se dedicaba a la guerra. Eran recompensados con una pequeña extensión de tierra en cuyo caso adquirían el nombramiento de conde si era un condado, duque para un ducado, etc. Pero, preservaban el grado de caballeros. Durante la Edad Media la caballería sería un arma con un rol primordial para los reyes feudales y, al mismo tiempo, por siglos su protagonismo fue imparable.

A partir de esta acepción podemos concluir que la “caballerosidad” está conexa con la valentía, el honor, las convicciones y la distinción; en consecuencia, no se circunscribe al ejercicio de la cortesía con el sexo opuesto. Cuando hacemos alusión a un caballero incluyamos atributos relativos a la ética, la decencia y la dignidad, tan venidos a menos, ignorados o carentes de significado en los momentos actuales. Recomiendo retomar su vigencia al reconocer y apreciar su transcendencia.

Si, como hemos comentado, involucra ciertas características que van más allá de la buena educación, convendría considerar cómo influyen, de forma inequívoca, los “valores” en la “etiqueta social” y la “caballerosidad”. Es decir, una persona idónea para proceder con tino y corrección tomará en cuenta “valores” como el respeto, la comprensión, el diálogo, la puntualidad, la bondad, entre otros. Recordemos que éstos constituyen el marco o guía general que inspira nuestra actuación existencial. Los actos son fidedigno reflejo de la grandeza o exigüidad espiritual, educativa, cultural, ética y emocional.

Seguidamente presento recreativos ejemplos: un varón eludirá formular preguntas inadecuadas como corolario de saber manejar la discreción y la prudencia; utilizará la plática como único recurso para resolver situaciones conflictivas inspirado en el control de sus emociones; obviará desconocer los derechos del otro debido a su capacidad para aceptar la reciprocidad humana; será comedido con los sentimientos ajenos por su grado de empatía; reconocerá las diferencias como parte de la diversidad y administrará su tolerancia. Así podríamos compartir un listado explicativo de la íntima interacción entre estos tres preceptos.

De modo que, ser educado demanda mucho más que seguir uno de los tantos cursos de urbanidad existentes en el mercado -impartidos por incontables docentes con una visión superficial, sesgada y sectaria- y, en ocasiones, destinados a transmitir rígidas, frívolas, memorísticas y verticales normas. Aconsejo imbuirnos en el sentido común y en la moral como paradigmas indicativos de la conducta a ostentar. La “etiqueta social” debe adaptarse al contexto vigente, ser flexible, sencilla y percibirse su directa afinidad en la vinculación social.

Desenvolverse con corrección trasluce impecables pormenores que hacen la diferencia. Los tres conceptos citados posibilitan advertir la solidez de la individualidad, la firmeza de los principios, el rango de formación y, especialmente, es un modo acogedor de alternar con el prójimo. Tratemos, cada día y sin desmayos, de empeñarnos en concebir -con el ejemplo de nuestro obrar- una comunidad con elevada armonía. Es una tarea pendiente que convendría proponernos hacer realidad: obviemos renunciar a este improrrogable imperativo.

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