El último vals

Por: Luis Alberto Gutiérrez

He tomado, creo, el tiempo necesario para escribir esta columna; y escribirla no con el hígado -ni tampoco con el corazón -sino con la tanta cabeza fría que les he pedido un sinfín de veces a aquellos que me conocen arduamente en la intimidad. Alan García, el presidente, el otrora orador que enamoraba con sus versos a propios y extraños, el político amado y odiado por millones, el líder del Apra, el jefe de Estado que calaba y pujaba por demostrar su inocencia, envuelto en un laberinto sin salida, decidió, el día de la intervención policial en su casa de Miraflores, acorralarse en su dormitorio, encomendarse -quizá -a ese Dios que será el único quien lo juzgará, cerrar los ojos, pensar en un millón de cosas y antes de salir por esa cochera marrón con las manos atadas, acabar con su vida, volarse la cabeza de un tiro en la sien y teñir su cana cabellera en un rojo intenso que quedó grabado no sólo en los ojos de los efectivos quienes presenciaron el acto, sino también en la galería de fotos de los celulares de cada uno de nosotros en una imagen miserable, capturada sólo por un miserable y donde solamente un miserable pudiera hacer mofa de eso.

No tengo reparo alguno en decir que el acto de la muerte, del suicidio de Alan García me golpeó hasta las lágrimas, fue el hecho, el contexto, las reacciones: la escena recreada en mi mente una y otra y otra y otra vez. Todo tan veloz y en escaso tiempo: la policía, la breve conversación, la puerta, la llave, el revólver, el disparo, el silencio…

No tengo reparo algún en decir que provengo de una familia de entera participación, creencia y doctrina aprista, así como no tengo reparo alguno en decir que uno de mis metas profesionales cuando niño era entrevistar a García en una conversación que duraría cien años; así como no tengo reparo alguno en decir que García se fue dejando cientos de cabos sueltos, cabos sueltos que más de uno estará celebrando y riendo y brindando como el que se sabe ganador porque cada uno de sus secretos partieron a la tumba junto con él.

Alan García ha muerto de un disparo a quemarropa y la grata y condescendiente ‘celebración’ que se le ha hecho en torno a toda esta noticia no hace que me llene mucho de orgullo el sentirme parte de esta sociedad leprosa, putrefacta y repudiable ni mucho menos digna de admirar por parte de nadie; es una manera, tal vez, de demostrar el grado de estupidez y podredumbre mental en la que nos encontramos, nuestro complejo tercermundista salió a flote con gran entonación. El júbilo de las masas, las orgías mentales y placeres divinos que nos trajo la muerte de García hacían cuestionarme seriamente en el tipo de personas nos rodean, en el tipo de país que es el Perú. Me dio a pensar en nuestras virtudes escasas y en lo que real y francamente carecemos. Salió a relucir nuestra mediocridad en un porcentaje dantesco al igual que nuestro miedo o aquel trastorno que hayamos tenido de pequeños, esa rica ignorancia que se sabe siempre bien peruana. Esa grave chispa del escarnio, del vivo, del bacán, del que se computa dueño de la verdad y no hace más que utilizar una fría pantalla para infestarla de toda la mierda que puede venir desde muy en el fondo de sus entrañas hasta muy en el fondo de las neuronas y terminar muy en el fondo y por debajo del culo. ¿Pasión, educación, fanatismo? Llámenlo como mejor les ajuste el galgo, pero la reacción tan atinada de cada uno de estos idiotas de ventana ha sido un verdadero baldazo de agua fría. Nos disfrazamos en sencillas actitudes típicas de gavilán carroñero que espera a su presa vaga para saltársela encima y darle con todo, hasta el final, hasta que no pueda respirar para luego burlarse de ella moribunda y escupirla hasta que no quede rastro ni registro con total asco y repulsión.

Muchos recuerdan -y recordarán -a Alan García en muchas y cada una de sus facetas: las buenas, las malas, las mejores, las peores, las divinas y las jodidas y cada uno es quien para criticar como mejor le venga en gana y estar de acuerdo o en contra de las acusaciones que se le siguen y seguirán haciendo después de muerto; de poner las manos al fuego por él o magullar sus errores y sacarlos a flote en cada conversación de sobremesa. Sin embargo, lo que se hizo, la alegría que se derramó para muchos con el deceso de García es sinónimo de que algo no está bien, de que merecemos estar donde estamos y no merecemos salir; de la hipocresía que nos rodea, del hambre de muerte que tenemos y de lo bien que -aunque sea un ratito -la pasamos y nos carcajeamos un miércoles en una temprana mañana vísperas de Semana Santa con tal odio que pareciese que esperábamos con ansias un índole de esta calaña para demostrar nuestra vil realidad y sacarnos la falsa careta de una vez por todas. Las hipótesis acerca de la supuesta fuga, de que si está vivo, que si en Francia, que si en Italia y las preguntas de siempre a raíz de su muerte quedan completamente en segundo plano y solamente sirven para reivindicar el grado de satisfacción y de morbo que emite un personaje atípico como el que lo fue García en vida.

Barata seguirá hablando, algunos peces gordos caerán y yo dormiré hoy y quizá tú, peruano hipócrita, también mañana y lo harás junto a tu esposa y te acostarás con ella y luego verás a tu amante y saldrán juntos. Luego irás a ver a tus hijos y los golpearás y molerás a patadas a tu mujer en un afán de celos y te embriagarás hasta muy tarde e irás a misa de seis a golpearte el pecho y le serás infiel a tu marido para luego hipotecar tu casa en un juego de azar y ver a tu familia en la calle, y serás racista y clasista y declinarás contra un mendigo y le encajarás un derechazo en el pómulo izquierdo pero tú jamás serás culpable, tú siempre serás perfecto. Y no contento con eso te sentarás feliz, tranquilo e insultarás, demostrarás lo ignorante de tu enseñanza y harás mella y burla de la muerte y desafiarás a Dios y seguirás con tu vida normal porque tú siempre, tú siempre serás perfecto.

¿Y yo? Yo seguiré con mi vida, quizá, y el mundo seguirá con la suya también, pero esta vez ya todo será silencio y no sabrás quién es quién y de quiénes provienen esos insultos eficaces y esas risas maquiavélicas sobre ti y tu familia, hasta que por fin tu cadáver descansará en paz y volverás a citar a Calderón de la Barca y luego ya no habrá nada más que tus cenizas, y nada más que tu silencio; nada más que el olvido, nada más que la muerte.

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