Carta hacia el cielo: a un año de tu partida

Por: Luis Alberto Gutiérrez

Aún recuerdo cuando niño, preparabas –en la vieja cocina de la cuadra dos del jirón Larco Herrera en Magdalena escuchando Love Story de Clayderman o Luna de París de di Blasio – aquellas torrejitas de plátano que tanto, tanto me gustaban y con las que me lamía los dedos y te pedía siempre una más; aún recuerdo claramente aquellas zarzuelas españolas con las que, alta, rubia e imponente bailabas con papá y cantabas con aires líricos e inalcanzables mientras tu voz retumbaba en mis oídos de siete u ocho años. Vagamente, claridad.

Si tuviese que agradecerte algo sería, principalmente, por ser esa mamá que estuvo siempre ahí, para cuidarme y abalanzarse ante cualquiera que osase hacerme daño; porque comprendí que las labores de la vida se hacen con respeto, clase y sociedad. Que el roce, el charm y la etiqueta son medidas con un sinfín de vanidad. Porque el respeto es más que algo genuino y porque ser un caballerito a los seis años –saca pecho, viejo –vino mucho de ti; porque, ay, caramba, cuando tú levantabas la voz, el león se cagaba de miedo y el mundo se caía en un silencio absoluto por escuchar aquel sonido que salía como flauta gruesa desde tu garganta. Recuerdos, como aquel violín que tocabas de joven. Porque tengo en mi mente ahora el lunar con el que jugaba cuando niño, ese, el de tu nariz, que era sinónimo tuyo y una característica única y cierta dentro de tu anatomía, de tu rostro, aquel rostro que se imponía ante todo, contra todos. Seguiré caminando contigo entonces y seguiré poniéndote el brazo para poder sujetarte y dudo mucho irme lejos dejándote sin compañía, al menos ahora en mi memoria.

El amor que siento por ti es algo indescriptible, va más allá del respeto y la educación, va más allá de un sentimiento propio, va más allá del amor. Cuánto daría, Dios, por volver a probar esas torrejitas, por volver a verte bailar con papá un vals bien pegada a él, porque los años pueden pasar y se pueden ver y perder en lo físico, en las canas, en las arrugas, y hasta en un ataúd, pero los recuerdos, el presente y el futuro perduran y se hacen uno, anteponiéndose a lo real y haciéndonos volcar en una sola presencia.

No voy a despedirme de ti hoy ni nunca. No, no voy a despedirme, voy a hacer algo mejor: soñarte. Cada día. Todo el día. Todos los días. Saludar el amor que me diste y que me das con cada abrazo cada cuando nos vemos ni bien pego los ojos a la cama, con cada sonrisa, con cada beso, saludando el cariño con el que tus ojos devuelven mi mirada. Nuestra mirada.

No nos faltó tiempo, lo tuvimos todo y nos sobra mucho más de ahora en adelante. Una persona es siempre la misma persona y tú sigues aquí, tan igual que antaño, como tus historias de la Lima antigua, esas, que me dejaban atónito y hacían que mi mente volara y se imaginara la elegancia con la que tu rubia cabellera destilaba entre los galanes de la época y las monjas de la Lima de los cincuenta. De tus amigas, tus primas y tu garbo, por tus modales y tus maneras. Por lo que soy y lo que pude ser y no fui, por lo que no fui y soy ahora, porque uno de los primeros libros que leí fueron me lo diste tú y sobre todo agradecerte, agradecerte por algo con lo que te robaste mi vida entera, mi pasión y mi respeto desde que nací y hasta que -en alguna cama de alguna buhardilla en París siendo un escritor pobre pero feliz -Dios me quite la vida: por haberme querido siempre, como a un hijo más.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *